LOS
CINCO MINUTOS DEL CREPÚSCULO
De El
chico del ataúd, Alción Editora, Córdoba, 2014
Inspirado en The twilight zone
Camus dijo
que un suicidio es preparado en el silencio del corazón del mismo modo que una
obra de arte. Como no tengo el coraje para lo primero, imaginé que podría
intentar lo segundo, así que me puse a buscar en mi reservorio de palabras e
imágenes una historia que escribir. Voy al reservorio, primero. Y a la
historia, después.
Albertito:
le reza a San La Muerte y se regala ositos a pila a los treinta y cinco, se
besa en la boca con la madre, tartamudea un poco, parece el hijo de su propio
hijo, y se emociona hasta cuando le dan el vuelto en el supermercado chino. (En
los cinco minutos del crepúsculo, se reconciliará con un amigo muerto.)
Lucía:
abogada de fuste y melómana, es una de las pocas personas justas que conozco,
pero el glaucoma llegó a su vida y se la complicó hasta dejarla ciega a los
cincuenta y cuatro. (En los cinco minutos del crepúsculo, ella comprenderá que
el enojo no es la mejor elección, y se reconciliará con su suerte.)
Petrova:
hija de polaca y ruso, de diez palabras que pronuncia, nueve son muerte,
sangre, drama, infierno, terror, locura, tragedia, pena y dolor, se comporta
como la mamá de su mamá, tiene once gatos y se chupa los dedos cuando cocina y
come. (En los cinco minutos del crepúsculo, ella será un poquito más feliz y
dejará de chuparse los dedos y de hacer los ruidos inmundos que hace, porque
este es mi texto y quiero mejorar la realidad.)
Es verdad que Albertito, Lucía y Petrova jamás se conocieron
ni tienen mucho en común. Ninguno escuchó a Jason Becker, ninguno sabe que
ciento cincuenta leucocitos no es una gran diferencia respecto del mínimo de
referencia. Su único lugar de encuentro es aquí y no hay imaginación que los
honre. Voy entonces a lo que ellos vivirán durante los cinco minutos del
crepúsculo de aquel 11 de diciembre de 1994.
Por aquellos
tiempos, se decía que en primavera, en el barrio de
Olivos, un hombre se ponía un traje, un moñito sobre una camisa blanca gastada
y, con un palillo de baterista a modo de batuta, se dirigía hasta la plaza
principal para dirigir una orquesta imaginaria. Lo hacía en horas de la tarde,
y parece que el hijo no toleraba la situación. Este hijo era bombero, y parece
también que no se llevaba bien con ese padre, incluso antes del traje, el
moñito, la camisa blanca gastada y el palillo de baterista a modo de batuta.
Un día le relaté esta historia a Albertito. Fue
cuando lo visité para apoyarlo frente a la inminente muerte del amigo. Porque
aquel que agonizaba con los pulmones negros, la nariz suplicante debajo de la
máscara de oxígeno, las manos hinchadas de tanto corticoide, sentía que le
había fallado. El asunto entre ellos era menor. O no. “Vení, firmame estos
papeles”, le había pedido su amigo por teléfono. Albertito preguntó qué decían
los papeles. El otro le dijo que necesitaba un testigo para una funeraria, que
no importaba qué decían. Albertito dijo que sí, pero que deseaba leerlos antes
de firmar, y en ese mismo instante, el otro cortó la comunicación. Y la
amistad. Después de estas confesiones vi el altar con un San La Muerte en un
extremo de la habitación. Albertito justificó su presencia diciendo que le
rezaba porque “di… di… dicen que San… La La Muerte te te cumple”. Después me
preguntó por el nombre del señor de la batuta. Le dije que dentro de esta
leyenda era insignificante el nombre porque el apodo que el barrio le había
puesto era más que contundente: Beethoven. Le detallé cómo aquel hombre,
Beethoven, entre palomas, abuelos que las alimentaban y chicos que las corrían,
dirigía esa orquesta imaginaria en una plaza de Olivos. Beethoven, sus ojos
concentrados, los brazos moviéndose en nerviosas palpitaciones de música
invisible, hacía lo suyo. Y Albertito sonrió cuando le conté, me acuerdo, sí,
con los dientes amarillos y en medio del dolor, pudo sonreír.
Más tarde, le conté a Lucía sobre los
conciertos de Beethoven, que tenían la duración de su humor, porque, a veces,
dirigía la orquesta imaginaria hasta el anochecer, y otras, apenas veinte
minutos. En un café le conté, con un dejo de complicidad conmigo mismo por
incluirla en esta historia sin avisarle. Antes me había disculpado por mi
tardanza. “No me gusta esperar en medio de esta oscuridad, con estas voces
extrañas alrededor”, me había reprochado. Yo no supe qué decir, entonces cerré
los ojos unos segundos para acercarme a la sensación de estar ciego, pero no lo
soporté. Para que se calmase y riese leí algunas frases de los sobrecitos de
azúcar que había en la mesa. Luego, ella arriesgó la idea de que la ceguera
tenía una parte buena, la de que la música siga siendo música, se alfombre
sobre el alma del hombre, y se aprecie con mayor intensidad. Estuve de acuerdo
y opiné que la intensidad es una gran palabra: “la intensidad es como un
Bismillah cantado por Freddy Mercury, Lucía, o como leer sobre el zumbayllu con
el que jugaban los pibes de aquel libro de Arguedas, Lucía, o como ver la
cantidad de personajes que habitan una pintura de Brueghel, Lucía”. “Yo no los
puedo ver”, me dijo enojada, y me dejó mudo. Esto era lo que más me molestaba:
los que la queríamos siempre terminábamos pagando los platos rotos. Ante declaraciones
como estas uno hasta se sentía culpable de abrir la boca o de poder ver. Traté
de relajarme, di un sorbo de café, y continué con la historia de ese padre
director de orquesta y ese hijo bombero, que sabría de la intensidad y sus
variaciones al combatir la llama o salvar a la víctima. Sin embargo, no deseaba
arreglarse con el padre. “Se sabe, todo vínculo es un misterio”, agregué. No sé
cuántas primaveras musicales pasaron. Cuantos movimientos. Cuántas flautas y
oboes; violines y violonchelos; fagots, campanas y xilofones. No obstante la
gente lo persuadía para que fuera a los conciertos del padre, el bombero no
daba el brazo a torcer. “No me gustan los locos”, afirmaba. “Con un padre como
este, con gusto me suicidaría”, afirmaba. “Sería imprudente ahondar en una
relación que, en definitiva, y como todas, tiene sus bemoles”, dijo Lucía
(metáfora justísima).
Bien lo sabe Petrova, el tercer personaje de
este cuento, que sufrió el abandono del padre ruso y se ponía tensa si se abrazaba.
Nunca la vi besarse con el marido en treinta años. Sólo la vi llorar ante la
muerte de su madrina, cuando la unidad de traslado se la llevaba. En un rapto
de ira puede decir las peores barbaridades; al otro día, conmover con el más
cálido cariño. Así es Petrova. No había podido tener hijos, ni de sangre ni
adoptados, pero dio su amor de madre a los gatos. A veces cinco, a veces hasta once,
como en el momento en que le conté esta historia de Beethoven (ella separaba
una feta de jamón, se chupaba los dedos y me la ofrecía). Me gustaría escuchar
a Beethoven, me dijo. “¿Al histórico o al de mi historia?”, le pregunté. Ella
se comió otra feta de jamón, se chupó los dedos y me respondió que al de mi
historia. Lo hizo mirándome con su cara de actriz de los sesenta, y siguió
comiendo. Rechacé la otra feta de jamón que me ofreció con los dedos babeados,
y me propuse cumplirle el deseo, mientras recordábamos a la madrina, y esa
noche tan especial, allá tan lejos, la única que la vi feliz feliz.
¿Pero cómo sigue la historia de Beethoven y el hijo
bombero?
Sigue con ese hijo viendo en el cuartel la
película Atrapado sin salida, y justo
cuando da un mordisco a un cañoncito de dulce de leche, los protagonistas
gritan ante la pantalla de un televisor apagado el tanto de un partido
imaginario. “Qué grande Jack Nicholson”, dice él, con la boca llena. “Qué
grande tu viejo”, dice un compañero que verifica los focos delanteros de uno de
los camiones. El hijo bombero no dice nada; se recuerda viendo la misma
película cuando era chico, con su viejo. Cuando todavía hablaban, cuando la
tragedia aún no había llegado. Luego, piensa en sus mejores incendios, los
únicos, los inolvidables. Y esa noche, más que ideas de suicidio, le viene una
pregunta mullida, caliente: “¿Qué pasó conmigo? Yo soy el que pinta la noche de
negro”, se responde en voz alta, haciéndose el poeta maldito, en medio de la
pieza que se contrae, que lo ahoga, húmeda como es, sucia como es. “Yo soy el
que pinta la noche”, repite frente al espejo, en toda su soledad.
“Pobre noche”, me digo, “si su mística se
relaciona con la tristeza, lo truculento y lo terrible, con el nacimiento de un
séptimo hijo de un séptimo hijo, acaso. Ni que la hubiese inventado Petrova, a
la noche, a la superstición, que la adjetiva con palabras como calamitosa,
insufrible, dolorosa, atroz y terrorífica, entre las cinco que faltan para
llegar a diez.” Yo quiero que en este cuento se escriban los antónimos de la
tristeza, lo truculento, lo terrible; que el bombero de esta historia vaya al
concierto del padre, que trascienda la leyenda. Y que al tomar la decisión, en
medio de esa otra noche posible, con las ideas de suicidio cediendo ante la
posibilidad de escuchar la música paterna, se duerma como un angelito.
Por supuesto, mi plan siguió en curso cuando
Albertito me llamó para contarme que el amigo había muerto. Me acuerdo de su
voz rompiéndose, las frases ahorcadas, sin aire. Y antes de cortar me dijo que
le había escrito una poesía. Me lo dijo lastimado, con la contundencia del
rencor. Que sólo les había escrito poesías a su mujer y a su hijo, me dijo. Le
aseguré que aquel homenaje no merecía la ira, que a los amigos hay que
aceptarlos como son, y Lucía lo escuchó como pocos pueden hacerlo cuando le leí
después aquel poema, y aseveró que todo reencuentro es intenso, y otra vez
hablamos de la intensidad, que es la gran palabra.
Al fin, ese día de primavera que preanunciaba
el verano, luego de una pequeña siesta (un hábito que la ciudad no había
logrado quitarle), el bombero vistió su camisa menos gastada y se dirigió rumbo
a la plaza de Olivos. “Espero que la sirena no suene, por lo menos hoy”, dijo
antes de salir. Y los amigos y yo, contentos de haberlo alentado, ellos desde
el cuartel y yo desde estas palabras.
Cuando el bombero llegó la plaza estaba
desierta. O lo parecía, porque los canteros, las plantas y los árboles asistían
con un silencio premonitorio al reencuentro. Un perro pasó a su lado. Dos
gorriones cruzaron el camino y levantaron vuelo. De repente, el bombero vio a
unos metros a un hombre de espaldas, con traje, parado sobre el borde de una
fuente. Lo enmarcaba un ombú. Beethoven, como un árbol más, con los brazos como
ramas danzantes hacia el cielo, dirigía con la batuta su orquesta. Algunas
personas pasaban, pero no le prestaban atención, quizás acostumbradas al
espectáculo particularísimo. El hijo recordó cuando el padre ponía discos de
música clásica y él se quedaba dormido en su regazo, en el sillón de cuero
blanco. Recordó también cuando juntos armaban el árbol de Navidad cada 8 de
diciembre; lo preocupado que estaba cuando él, ya adolescente, se llevaba
materias a diciembre o a marzo. Recuerdos que eran anteriores a la muerte de la
esposa, su madre. En ese momento había empezado la lenta agonía secreta, la
oscuridad del afuera que lo cercaba, el refugio en sí mismo hasta el borde
de... Enseguida, le pareció escuchar el rumor de una música. Siguió
acercándose. El sol se ponía. Una tuba resonó. El bombero miró hacia los lados.
No había nadie. Ahora un arpa. Ahora un triángulo. Algunos transeúntes
comenzaron a detenerse. Se acordó de sus mejores incendios, los únicos, los inolvidables,
y una voz que era suya, pero que había olvidado, dijo: “Vengan a ver a este
director”. Una pareja de mediana edad se acercó curiosa. Vibró en la plaza el staccato de un violín, y como saltos de
palomas, la hondura de un contrabajo. A continuación, se les unió un par de
mujeres que cuchicheaban. “Ese es mi viejo, el director de orquesta, el mejor”,
les dijo el bombero. El crepúsculo había llegado. Los cinco minutos del
crepúsculo donde todo era posible. Ya eran varias las personas que rodeaban al
padre, entre ellas, Albertito, con uno de sus osos de juguete, y Lucía, como
extasiada, del brazo de Petrova, que le contaba sobre sus gatos. Allí estaban,
iluminados con la más bella luz, la que desnuda la verdad última de la gente y
de las cosas. Pronto el bombero se unió al grupo. Y aunque la batuta siguió su
dirección, los ojos del padre lo vieron, y lo que estaba detrás de ellos
vaciló. El bombero sonrió y el padre volvió a cerrar los ojos, esta vez,
espejándose, con una sonrisa en la cara. El concierto continuó, con una batuta
que iba tomando vuelo, como el de los gorriones, soltándose en música divina.
Era como asistir a un show de malabaristas que lanzan antorchas al cielo, las
caras como hipnotizadas, los fuegos que parecen llegar hasta el cénit para caer
luego hasta el nadir de cada uno de nosotros.
El bombero concluyó que, mientras la mano
derecha del padre señalaba el tempo y
el compás, Beethoven no había tenido mala intención; como el amigo de
Albertito, que buscó una amistad incondicional, o yo, cuando llegué tarde al
encuentro con Lucía y se enojó, o Petrova cuando dice esos disparates. Al fin
el bombero se reencontró con su padre, con el que había sido y con el que era
ahora, que, al mover la mano izquierda, indicaba los matices de la
interpretación, mientras la amplitud de los movimientos de los brazos se
correspondía con la energía de la ejecución, plasmando —y esto lo sintió hasta
el tuétano—, la alegría inmensa de que él estuviese presente en ese concierto.
Como dije, fue en los cinco minutos del
crepúsculo que sucedió todo esto.
Y bajo las
notas de esa música maravillosa, estaban Albertito, emocionado hasta las
lágrimas porque en su interior perdonaba al amigo muerto; Lucía, emocionada
hasta las lágrimas porque se reconciliaba con su suerte y todavía quedaba la
música, y Petrova, emocionada hasta las lágrimas porque por primera vez en
muchos años, se sentía feliz feliz, y de las diez palabras que dijo aquella
tarde, cinco fueron bravo, otra y gracias gracias gracias.
Escrito
durante los cinco minutos del crepúsculo en varias tardes
del
mes de mayo de 2013.
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