Eduardo Fidanza para La Nación - 11 febrero 2017- Bs. As. Argentina
La muerte de Tzvetan Todorov es una oportunidad propicia para reflexionar sobre una categoría vetusta, en un mundo signado por el ocaso de las certezas y las escalas de valor: la moral. Desde la utopía positivista, que pretendía erigir una ciencia de la moral, hasta la caída de los grandes relatos y la idea de progreso que trajo la posmodernidad, el vínculo de los individuos y las sociedades con los valores se tornó cada vez más problemático. Prevalecen nuevas subjetividades; otro ritmo, instantáneo y desprejuiciado, marca el pulso de las masas del siglo XXI. La sociedad se desordena, pero el desorden, paradójicamente, parece asegurar su funcionamiento, como observó Gilles Deleuze.
¿Qué puede ser, en estas condiciones, una "lección moral" válida, que no huela a pura retórica? Leer a Todorov ofrece una respuesta: sus argumentos actualizan la ética, reconcilian el pasado con el presente, la ciencia con los valores, la memoria con la historia, la incertidumbre con la experiencia. Pero, además, este filósofo, preocupado por problemas históricos y universales, se hizo tiempo para escribir una reflexión sobre el pasado reciente del país.
No es el propósito de esta columna trazar la biografía de Todorov. Bastan unos pocos rasgos de identidad: búlgaro de nacimiento, adquirió la lengua y la inspiración intelectual francesa con la que hizo carrera en París, iniciándose en el círculo de Roland Barthes. La lingüística y la teoría literaria, que fueron sus intereses iniciales, se ampliaron hasta abarcar una visión que incluyó las ciencias sociales, la filosofía, la historia y las relaciones entre las culturas, entre otros temas. Si hubiera que definir su orientación de fondo, acaso podría buscársela en un neologismo, que él rescató del pensador ruso Mikhail Bajtin: la "exotopía". Este término, de apariencia compleja, habla de una cualidad y de un tormento: el de aquellos que no pertenecen a una cultura determinada. Los que, por razones diversas, "no son de aquí ni son de allá", parafraseando la letra que popularizó Facundo Cabral al principio de los setenta.
Todorov era uno de ellos: un búlgaro exiliado en Francia que, identificándose con Tucídides, se consideraba apto para comprender con lucidez ambas culturas por "haber vivido lejos de la patria", como consignó el autor de la guerra del Peloponeso. Pero la lejanía física es apenas una metáfora de una operación más compleja e íntima, para la que no se necesita mudar el cuerpo, sino la percepción: se trata, para Todorov, "de apartarse progresivamente -aunque no del todo- del grupo de origen". Es el camino del autoexilio, del distanciamiento respecto de las certezas ideológicas del clan para mirar a los otros con benevolencia, sin prejuicios. Algo así como una ascesis del etnocentrismo. Es comprensible entonces que esa sensibilidad le haya permitido anticiparse a la tragedia de los inmigrantes, que hoy explotan los nacionalismos, cuando sostuvo: "Este miedo a los inmigrantes, al otro, a los bárbaros, será nuestro gran primer conflicto en el siglo XXI".
Con ese desasimiento, Todorov aborda el papel de los intelectuales. Los pone, sin pretensión de originalidad, bajo la inspiración socrática: ellos, a los que considera seres morales por excelencia, deben ejercer una función crítica de la vida pública y del poder. Son los tábanos contemporáneos que eluden condenar el presente, retornar al pasado, servir orgánicamente al Estado o a la revolución. "El intelectual crítico -escribe Todorov- no se contenta con pertenecer a la sociedad, actúa sobre ella, intentando acercarla al ideal del que se vale. Actuar de esta manera es más que un derecho: es un deber que le ha sido impuesto por el mismo lugar que ocupa en el seno de la sociedad democrática." En el cumplimiento de esa misión, sin embargo, el intelectual de Todorov se coloca en un lugar incómodo porque no acepta la simple verdad por adecuación a los hechos de la ciencia ni la verdad revelada del militante político. Aspira, por el contrario, a una verdad de descubrimiento y de consenso a la que se llega por la reflexión y el diálogo.
La relación entre la historia y la memoria remata esta semblanza de Tzvetan Todorov. La preocupación por la "justa memoria", un tema compartido con Paul Ricoeur, lo llevó a concluir que en la búsqueda de justicia ante las atrocidades, la memoria puede volverse miope y maniquea, sofocando a la historia, que aspira a la objetividad por medio de la reconstrucción del contexto en que sucedieron los acontecimientos. Esa fue su impresión, que no puede sorprender, cuando lo invitaron a recorrer la ESMA y el Parque de la Memoria en 2010: falta el resto de la historia. Eso no significa equiparar al terrorismo de Estado con la guerrilla, sino abrirse paso a una dificultosa verdad que incluya a todos, despojada de las miserias de la ideología y el etnocentrismo.
Es duro enterrar a Todorov y ver cómo se vitorea a Trump. Aflige la prepotencia del poder y la incertidumbre de los valores. Pero la lección moral de un filósofo, como ha ocurrido siempre, estará disponible para los que quieran arriesgarse a enarbolarla. No es un compendio de autoridad y normas, sino, en palabras de Maurice Blanchot, el grito de rebeldía de un humanismo originario.
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